Mientras los hombres de Emaús seguían hablando, Jesús se apareció a los discípulos mientras estaban sentados comiendo juntos.
Los discípulos tenían miedo de los judíos y habían cerrado con llave las puertas donde se alojaban. Por eso, cuando vieron a Jesús, se aterrorizaron y tuvieron miedo, pensando que Él era un espíritu.
Jesús les reprendió por su incredulidad y dureza de corazón al no creer a los testigos oculares que ya les habían informado de Su resurrección,
“¿Por qué estáis afligidos y por qué os surgen preguntas en vuestras mentes? Mirad mis manos y mis pies. Soy yo.
Tocadme por vosotros mismos y convenceos de que no soy un espíritu. ¿Acaso un espíritu tiene carne y huesos, como veis que yo tengo?”.
Entonces, Jesús les mostró las heridas que tenía en las manos, en los pies y en el costado.
Mientras ellos estaban aún conmocionados y sufrían una combinación de miedo y alegría, Jesús les preguntó,
“¿Tenéis algo de comer?”
Ellos le dieron a Jesús un trozo de pescado hervido y Él lo tomó y se lo comió delante de ellos.
Los discípulos se alegraron al ver al Señor.
Jesús les dijo,
“La paz sea con vosotros. Como el Padre me ha enviado, así os envío yo a vosotros”.
Una vez Él dijo esto, sopló sobre ellos y les dijo,
“Recibe el Espíritu Santo. A quien perdonéis sus pecados, le serán perdonados, y a quien le neguéis el perdón, no le será perdonado”.
Pero Tomás, uno de los doce, llamado Dídimo, no estaba con ellos cuando vino Jesús.
Cuando los otros discípulos le dijeron a Tomás que habían visto al Señor, éste no lo creyó. Él dijo,
‘Si no veo las marcas de los clavos en sus manos y no meto mi mano en la herida de su costado, yo no creeré’.