Al cabo de ocho días, cumplido el rito de circuncidar al niño y ponerle oficialmente el nombre de Jesús, y una vez cumplidas todas las leyes ceremoniales relativas a la purificación, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarlo ante el Señor. Todo esto se hizo según la ley del Señor escrita por Moisés.
Había en Jerusalén un hombre que se llamaba Simeón. Era un hombre justo y piadoso que esperaba el momento señalado para dar lugar a la llegada del Mesías.
El Espíritu Santo estaba sobre él y le había revelado que no moriría hasta que hubiera visto al Mesías tan esperado, el Señor Cristo.
Simeón había sido inspirado por el Espíritu para entrar en el templo al mismo tiempo que José y María llevaban a Jesús al templo, a fin de cumplir todas las costumbres y deberes que exigía la ley de Moisés.
Cuando Simeón vio a Jesús, lo tomó en sus brazos, bendijo a Dios y dijo,
“Ahora, Señor, deja que tu siervo se vaya en paz, conforme a tu palabra. Porque he visto con mis propios ojos tu salvación, que has preparado ante la faz de todos los pueblos. Una luz de revelación para los gentiles y la gloria de tu pueblo de Israel”.
José y María se maravillaban de las cosas que Simeón estaba diciendo sobre el niño Jesús.
Entonces, Simeón bendijo a los padres de Jesús y dijo a María,
“He aquí que este niño va a provocar la caída y el levantamiento de muchos en Israel y muchos se resistirán a la verdad. Sí, y una espada atravesará su propia alma y se revelarán los pensamientos de muchos corazones”.
En el templo había una anciana llamada Ana, profetisa de la tribu de Aser.
Ana era devota de los servicios del templo y pasaba gran parte de su tiempo adorando, ayunando y orando tanto de noche como de día.
Cuando vio a Jesús, le habló y dio gracias a Dios. Ella señaló a Jesús ante todos los que esperaban la redención de Jerusalén. Después de haber completado todas las ceremonias y cumplido con las leyes exigidas respecto a su primogénito, José y María regresaron a casa.